Quien lee la Biblia sin estar prevenido, encuentra ya en la primera página un problema: al comienzo del libro del Génesis tropieza no sólo con dos relatos de la creación del mundo, sino que además se da con que son contradictorios.
En efecto, Génesis 1 narra la historia tantas veces oída cuando éramos niños, según la cual al principio de los tiempos todo era caótico y vacío, hasta que Dios resolvió poner orden en esa confusión. Antes de comenzar a trabajar, al igual que cualquier operario, lo primero que hizo fue encender la luz (Gn 1,3). Por eso en el primer día de la creación nacieron las mañanas y las noches.
Luego decidió ubicar un techo en la parte superior de la tierra para que las aguas del cielo no la inundaran. Y creó el firmamento (Gn 1,6). Cuando vio que el suelo era una mezcla barrosa, secó una porción y dejó la otra mojada, con lo cual aparecieron los mares y la tierra firme (Gn 1,9).
Sucesivamente con su palabra poderosa fue adornando los distintos estratos de esta obra arquitectónica con estrellas, sol, luna, plantas, aves, peces y reptiles. Por último, como coronación de todo, formó al hombre, lo mejor de su creación, al que moldeó a su imagen y semejanza. Entonces decidió descansar. Había crea-do a alguien que podía continuar su tarea (Gn 1,11-2,3).
Esta labor le había llevado seis días. Y todo lo había hecho bien.
Otra vez lo mismo
Pero cuando pasamos a Génesis 2 viene la sorpresa. Es como si nada de lo anterior hubiera ocurrido. Estamos otra vez en el vacío total, donde no hay plantas, ni agua, ni hombres (Gn 2,5).
Dios se presenta nuevamente en escena y se pone a trabajar. Pero esta vez es muy distinto. En lugar de la divinidad solemne y majestuosa, encontramos ahora una divinidad con rasgos mucho más humanos. Vuelve a crear al hombre pero no a la distancia y con el simple mandato de su palabra, casi sin contaminarse, como anteriormente, sino que lo modela con polvo del suelo, sopla sobre su nariz, y de este modo le da la vida (Gn 2,7).
Se detalla luego, por segunda vez, la formación de plantas, árboles y animales. Y para crear a la mujer emplea ahora un método diferente. Hace dormir al hombre, le extrae una costilla, rellena con carne el hueco restante, y moldea a Eva. Entonces la presenta ante el hombre y se la entrega por compañera.
Llegado a este punto uno se pregunta: ¿por qué, si en Génesis 1 teníamos ya el mundo terminado, en Génesis 2 hay que crearlo de nuevo? ¿Acaso la Biblia afirma que hubo dos creaciones en el origen de los tiempos?
Y se contradicen
Pero el problema no es sólo ése. Si comparamos ambos capítulos vemos una lar-ga lista de contradicciones que dejan al lector pasmado.
Para empezar, ambos textos llaman a Dios de diferente manera. Mientras Génesis 1 lo designa con el nombre hebreo de Elohim, en Génesis 2 se lo llama Yahvé Dios.
El Dios de Génesis 2 es descripto con rasgos humanos. El no crea, sino que “ha-ce” las cosas. Sus obras no vienen “de la nada” sino que las “fabrica” sobre una tierra vacía y árida. En cambio el Dios de Génesis 1 es trascendente y lejano. No entra en contacto con su creación sino que desde lejos la hace aparecer, como si todo lo creara de la nada.
Mientras Dios en Génesis 1 crea el mundo sólo con su palabra (por eso repite constantemente: “Dijo Dios… y así fue”), y al sonido de su voz van brotando las criaturas del universo, en Génesis 2 Dios debe trabajar manualmente. Como un alfarero, moldea y forma al hombre (v.7). Como un agricultor, siembra y planta los árboles del paraíso (v.8). Como un cirujano, opera al hombre para extraer a la mujer (v.21). Como un sastre, confecciona los primeros vestidos a la pareja porque estaban desnudos (Gn 3,21).
Entre el agua y el desierto
Pero hay más diferencias. Mientras en Génesis 1 Dios crea el mundo en seis días y en el séptimo descansa, en Génesis 2 sólo le lleva a Dios un día todo el trabajo de la creación.
En Génesis 2, al comienzo Yahvé crea únicamente al varón; y sólo cuando cae en la cuenta de que necesita una compañera adecuada, le ofrece primero los animales por acompañantes, y finalmente la mujer. En cambio en Génesis 1, Dios desde el principio hizo existir al hombre y a la mujer en pareja, como compañeros inseparables.
En Génesis 1 los seres son creados en orden progresivo de menor a mayor, es decir, primero las plantas, luego los animales, y finalmente los seres humanos. En cambio en Génesis 2 lo primero en crearse es el hombre (v.7), después las plantas (v.9), luego los animales (v.19), y finalmente la mujer (v.22).
Mientras Génesis 1 sostiene que antes de la creación del mundo sólo había una masa gigantesca de agua, Génesis 2 dice que sólo había un inmenso desierto (v.5).
En Génesis 1 la finalidad que Dios le asigna al hombre en el mundo es: “Sean fecundos y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; manden en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que se arrastra sobre la tierra” (Gn 1,28), es decir, un magnífico programa de progreso y señorío sobre el mundo, mirando al futuro. En cambio en Génesis 2 dice que “Yahvé Dios tomó al hombre y lo dejó en el jardín del Edén para que lo labrase y cultivase” (Gn 2,15), o sea, un proyecto mucho más humilde y modesto.
El segundo es primero
Haciendo esta lectura comparativa, nos damos con la sorpresa de que la Biblia incluye una doble y a la vez contradictoria descripción de la creación.
Los estudiosos llegaron a la conclusión de que las dos narraciones no pudieron haber sido escritas por la misma persona, y piensan que pertenecen a autores di-versos y de épocas distintas. Como sus nombres no llegaron hasta nosotros, ni podremos saberlos nunca, llamaron al primer texto “Sacerdotal”, porque lo atribuyeron a un grupo de sacerdotes judíos del siglo VI a.C. Y al segundo, fechado a fines del siglo VIII a.C, “yahvista”, porque prefiere llamar a Dios con el nombre propio de Yahvé.
¿Cómo es que se escribieron dos relatos opuestos? ¿Por qué terminaron incluidos ambos en la Biblia?
El que contiene las tradiciones más antiguas es Génesis 2, aunque en la Biblia aparezca en segundo lugar. Por eso tiene un tono tan primitivo, espontáneo, vívido. Durante mucho tiempo fue el único relato que se contaba en el pueblo de Israel sobre el origen del mundo. Por lo que puede verse, su autor era un excelente catequista que sabía poner al alcance del pueblo en forma gráfica las más altas ideas religiosas.
Con un estilo pintoresco e infantil, pero de una profunda observación de la psicología humana, cuenta la formación del mundo, del hombre y de la mujer como una parábola oriental llena de ingenuidad y frescura.
Los aportes vecinos
El yahvista se valió de antiguos relatos sacados de los pueblos vecinos de Israel. En efecto, las civilizaciones asiria, babilónica y egipcia habían compuesto sus propias narraciones sobre el principio del cosmos, que hoy podemos conocer gracias a las excavaciones arqueológicas realizadas en Medio Oriente. Y resulta sorprendente la similitud entre estos relatos y el de la Biblia.
Todos dependen de la concepción cosmológica de un universo formado por tres planos superpuestos: a) los cielos, con las aguas superiores; b) la tierra, con el hombre y los animales; c) el mar, con los peces y el mundo subterráneo.
El yahvista recogió estas concepciones científicas de su tiempo, y las utilizó para insertar un mensaje religioso, que era lo único que le interesaba.
La gran decepción
Sin embargo, dos siglos después de haberse compuesto este relato sobrevino una catástrofe en el pueblo judío, que alteró toda su vida y su fe. Corría el año 587 a.C. y el ejército babilonio al mando de Nabucodonosor, que estaba en guerra con Israel, tomó Jerusalén y se llevó cautivos a sus habitantes.
¡Y al llegar a Babilonia fue la gran sorpresa! Los primeros cautivos comenzaron a arribar a la capital y se encontraron con una ciudad espléndida, con enormes edificios, magníficos palacios, torres de varios pisos, acueductos grandiosos, jardines colgantes, fortificaciones y lujosos templos.
Ellos, que se sentían orgullosos de ser la nación bendecida y engrandecida por Yahvé, no habían resultado ser sino un modesto pueblo de escasos recursos frente a Babilonia. Incluso el mismo templo de Jerusalén, que ellos lo tenían como la morada de Dios sobre la tierra, no era sino un pobre aposento, comparado con el impresionante complejo cultural del dios Marduk, de la diosa Sin y de su consor-te Ningal que los israelitas encontraron en Babilonia.
Jerusalén, orgullo nacional, por quien suspiraba todo judío, era una ciudad apenas considerable en comparación con Babilonia y sus murallas, mientras su rey, ungido de Yahvé, nada podía hacer frente al poderoso monarca Nabucodonosor, brazo derecho del dios Marduk.
Para salvar la fe
La situación no podía ser más decepcionante. Los babilonios habían logrado un desarrollo mucho mayor que los israelitas. ¿Para qué habían confiado tanto en Yahvé durante siglos y se habían abandonado esperanzados en él, si el dios de Babilonia era capaz de dar más poderío, esplendor y riqueza a sus devotos?
Aquella catástrofe, pues, representó para los hebreos un duro golpe a su fe. Pare-ció el fin de toda esperanza, y las promesas de Dios de proteger a Israel se mostraron vanas.
¿No estarían rezándole al Dios equivocado? Tal vez el Dios de Israel era más dé-bil que las divinidades babilonias. ¿No sería hora de empezar a creer en dioses más poderosos, que pudieran proteger mejor a sus súbditos, y otorgarles mejores favores que los magros beneficios obtenidos de Yahvé? Surgió fuerte la tentación: vuélvete a Tamuz (Ezequiel 8,14), rézale a la Reina de los Cielos (Jeremías 44,17), dale culto a Bel o a Nebo (Isaías 46,1). ¡La victoria pertenece a los dioses del nuevo poder imperial!
Entonces el pueblo judío, en crisis, comenzó a pasarse en masa a la nueva fe de los conquistadores, con la esperanza de que alguno de los dioses de la religión imperial mejorara su suerte y su futuro.
Creer en tierra extranjera
Ante esta situación, un grupo de sacerdotes, también cautivo, reaccionó y se dio cuenta de la necesidad de volver a catequizar al pueblo.
Ahora bien, la religión babilónica que estaba deslumbrando a los hebreos era dualista, es decir, admitía dos dioses en el origen del mundo: uno bueno, encargado de engendrar todo lo positivo que el hombre observaba en la creación, y otro malo, creador de las imperfecciones y desgracias de este mundo y del hombre.
Además, allí en la Mesopotamia pululaban las divinidades menores a las que se le rendían culto: el sol, la luna, las estrellas, el mar, la tierra.
Israel en el exilio empezó también a perder progresivamente sus prácticas religiosas, especialmente la observancia del reposo del sábado, su característico recuerdo de la liberación de Yahvé de Egipto.
Nace un capítulo
Los sacerdotes cautivos en Babilonia comprendieron que el viejo relato de la creación (es decir, Gn 2) había perdido fuerza. Era necesario escribir uno nuevo donde se pudiera presentar una vigorosa idea del Dios de Israel, poderoso, que rebosara supremacía, excelso entre sus criaturas. Comienza así a gestarse Génesis 1.
Por eso, lo primero que llama la atención en el nuevo relato es la minuciosa descripción de cada elemento de la creación (plantas, animales, aguas, tierra, astros del cielo) a fin de dejar en claro que ninguno de esos seres eran dioses, sino simples criaturas, todas subordinadas al servicio del hombre (v.17-18).
Contra la idea de un dios bueno y otro malo en el cosmos, los sacerdotes repiten constantemente, de un modo casi obsesivo a medida que va apareciendo cada obra creada: “Y vio Dios que era bueno”, es decir, no existe ningún dios malo creador en el universo. Y cuando crea al ser humano dice que era “muy bueno” (v.31), para no dejar así ningún espacio dentro del hombre que fuera jurisdicción de una divinidad del mal.
Finalmente, se lo presenta a Dios trabajando seis días y descansando el sábado, para mostrar a los hebreos que ese día era tan sagrado que hasta Dios descansa-ba, de modo que ellos también debían observarlo.
Un Dios actualizado
El nuevo relato de la creación confeccionado por parte de los sacerdotes era un renovado acto de fe en Yahvé, el Dios de Israel. Por eso la necesidad de mostrar-lo solemne y trascendente, distante de las criaturas, a las que no necesitaba ya moldear de barro pues le bastaba su palabra omnipotente para crearlas a distan-cia.
Cien años más tarde, alrededor del 400 a.C., un último redactor decidió componer en un solo libro (lo que sería después el Génesis) las diferentes tradiciones de la historia de Israel, desde el origen del mundo. Y se encontró con los dos relatos de la creación. Resolvió entonces conservarlos a los dos. Pero mostró su preferencia por Génesis 1, el de los sacerdotes, más despojado de antropomorfismos, más respetuoso, y lo puso como pórtico de toda la Biblia. Pero no quiso suprimir el antiguo relato del yahvista, y lo colocó a continuación, no obstante las aparentes incoherencias, manifestando así que para él, Génesis 1 y Génesis 2 relataban en forma distinta la misma verdad revelada, tan rica, que hacían falta dos relatos distintos para expresarla.
Dos son poco
En una reciente encuesta en los Estados Unidos, se constató que el 44% de los norteamericanos sigue creyendo que la creación del mundo ocurrió tal como lo dice la Biblia. Y muchos, ateniéndose a los detalles de estas narraciones, se escandalizan ante las nuevas teorías sobre el universo, la aparición del hombre y la evolución.
Pero el redactor final del Génesis nos enseñó algo importante. Al reunir en un so-lo relato ambos textos, que incluso eran antagónicos, mostró que para él este as-pecto “científico” no era más que un accesorio, una forma de expresarse.
El redactor bíblico ¿se turbaría si viese que hoy sustituimos esos esquemas por el modelo mucho más probable del Big Bang y el de la formación evolutiva del hombre? Por supuesto que no.
La misma Biblia, al yuxtaponer pacíficamente dos diferentes modelos cosmogónicos, ha dejado sentada su relatividad. Los detalles “científicos” no pertenecen al mensaje bíblico. No son más que un medio sin el cual ese mensaje no podría anunciarse.
El mundo no fue creado dos veces. Sólo una. Pero aún cuando lo relatáramos en cien capítulos distintos, no terminaríamos de agotar el profundo mensaje religioso que implica esta obra amorosa de Dios.